NEXOTUR

La Gomera, por Carlos Astiz

Viernes 27 de junio de 2014

Casi opaca tras la bruma de la tarde, fundiéndose a medias entre el cielo y el mar, se adivina La Gomera nada más salir del Puerto de los Cristianos. En comparación, Tenerife semeja un continente frente a la pequeña isla. En la popa del ferry, la visión del turbión de agua blanca que expulsan las máquinas tiene algo de hipnótico.



Trazando una enorme línea entre ambas islas, cada ola describe los recuerdos del viajero que se funden y repiten, en cada metro.

Acostumbrados a los espacios amplios La Gomera sorprende , muy pronto, con profundísimos barrancos coronados por agudas crestas, a las que se llega tras un maratón de curvas imposibles, de visiones amenazadoras, desde unas carreteras magníficas donde es imposible tener prisa.

La orografía de la isla, recogida muy bien en su símbolo, supone una meseta central de la que emanan seis gargantas que se despeñan en cientos de metros para morir, ensanchadas, en el mar.

Ahí, en esos aliviaderos del vértigo, se concentran los núcleos urbanos y la población. Apenas quince mil habitantes fijos para los doscientos mil visitantes anuales. De ellos, solo un once por ciento procede de la Península, aunque junto al treinta por ciento que acuden de otras islas del archipiélago, son la mayor cantera, seguida de los alemanes.

Si las cuestas hacen imposible el correr, una parte de ese rasgo caracteriza, en general, a la población. Una población que va a su paso, algo insensible todavía  a las demandas de los visitantes y sus ritmos. El propio viento que recorre las cumbres y asciende por los valles es moroso, suave, fresco y tranquilo, invitando a aceptar y disfrutar el momento, sin pretender controlar lo que está más allá de nuestras fuerzas.

El jardín mágico 

Un amor capaz de enfrentarse a los vaivenes telúricos de la Naturaleza es la auténtica imagen de esta isla. Arboles barbados, helechos gigantes, rutas de basalto y pequeños arroyos están envueltos en una bruma tan espesa que forma un halo fantasmal, envolviéndolo todo y haciendo posible imaginar que los dinosaurios acaban de desaparecer en un recodo.

La leyenda de Garajonay es quien da nombre al parque. Dos jóvenes dispuestos a emparentar Gomera y Tenerife, deslumbrados mutuamente por un amor que el Teide, erupcionando violentamente su rechazo, va a impedir por completo hasta llevarles a la muerte. Quizás, de esa sangre compartida, deriva el color rojizo de los caminos del parque que contrastan con el verde y la gama de marrones que envuelven al visitante. Esta selva densa, el bosque de laurisilva, sobrevive desde el Terciario y mantiene su gran variedad de arboles y plantas, entrecruzadas como miles de manos en oración, gracias a la humedad reiterada y una temperatura casi constante durante todo el año. Patrimonio de la Humanidad desde 1986, sus raíces musgosas que emanan del suelo, sus troncos enrevesados y los crujidos que acompañan a los gritos aislados de los pájaros construyen un sentimiento inquietante, en un espacio diferente y la gran atracción de la isla.
 
Armenia

Entre las peculiaridades de esta isla, tan lejana del Caúcaso, está la posibilidad de conocer Armenia. La Presidenta del Consejo regulador de vinos de La Gomera, tiene tan curioso nombre y une a su belleza, la energía con que ejerce su papel de embajadora, de unos blancos interesantes y un tinto muy particular que no es para todos los paladares, combinados con pequeños quesos, ahumados con brasas de ramas de jara, lo que les da un aroma característico.

En las profundidades del valle de Hermigüa y el Cedro, donde hace poco más de cien años se acumulaban las plataneras, miles de vides, en espaldera o cabecera, se doran al sol en unos bancales que forman el revés de las crestas y son el testimonio del esfuerzo humano por someter, a sus deseos y necesidades, una naturaleza arisca.

Pero no es el único nombre exótico de una mujer de la isla. Una de las más famosas restauradoras, responde al nombre de Efigenia y, coqueta, se niega a revelar su edad, mientras insta a probar su gofio o le da, al comensal inadvertido, una pinchada de almogrote imitando un avión, como si fuera un niño chico.

Hay una Lídice en el hotel, otra Chaxiraxi en una tienda,  Fayna de otro nombre y , sin necesitar uno, la chica que gorjea como si fuera un pájaro trayendo flores, en el lenguaje silbado de la Gomera y remata, desde sus ojos azules,  el sonido cristalino y acuático del silbo que se convertirá, pronto,  en patrimonio de la Humanidad. Una lengua delicada y que hoy corre el riesgo de ser odiada al imponerse, obligatoriamente, en las escuelas por los políticos de turno que quieren hacer de cada rasgo un reglamento, de lo peculiar una diferencia que nos distancie y de cada gesto una imagen reseñable para mantener su puesto. Nada nuevo, claro.

Sí es reseñable la miel de palma, el producto más exclusivo y que se elabora con la savia de las palmeras, más conocida en la isla como el guarapo y que, tras varias horas de cocción, se transforma en un jarabe dulce y oscuro que marca casi todos los postres isleños. 

El mar

A pesar de ser una isla, La Gomera ha vivido un poco a espaldas de su mar, un trayecto que ahora quiere recorrer. Desaparecidas las instalaciones que hicieron, en tiempos pasados, de este trozo de tierra un emporio exportador de plátanos y seda, abandonadas las moreras y los platanares, en su mayor parte, se vislumbra un paisaje impregnado de mar.

Desde el puerto de Playa Santiago, cabotando el sur, y muy cerca,  aparece el perfil de la isla hermana de El Hierro, que gana cada día un poquito de terreno al agua, con su crecimiento llamativo, activo hoy después de trece millones de años en los que hicieron su erupción los siete pilares canarios, en pleno Atlántico.

Siendo una de las rutas preferidas de cetáceos, es posible observar ballenas y delfines a menudo, aunque algunos turistas no parecen darse cuenta de que los animales no están en el contrato de cada viaje y, a veces, deciden no acudir a una cita de la que nadie les avisó. Cargados de cámaras, trípodes y objetivos o simplemente con su móvil, nadie quiere perderse las cabriolas de los delfines, el milagro de una ballena con su cría o las reuniones de págalos y gaviotas en alta mar. Algunos, vuelven solo con la esperanza maltrecha de unas imágenes que no pudieron conseguir.
 
El director Ron Howard (Una mente maravillosa, El código Da Vinci), ha filmado aquí parte de su última película y se fue impresionado por los contrastes del lugar. Un ballenero del sigo XIX, anclado en Playa Santiago recreaba  la historia de  otra ballena como Moby Dick que será la responsable de que los tripulantes del barco naufraguen y tengan que recurrir al canibalismo, para sobrevivir noventa días, a la deriva, en el Pacífico. Es el cine. El ballenero del XIX es un barco del XXI, el Atlántico imita al Pacífico, el dios Thor es un simple mortal, la ballena es digital  y el mar es un tanque de plástico.

 Jardín Tecina

El equipo de filmación se alojó en el Gran Hotel Tecina, ocupando más de trescientas habitaciones y trastornando la vida de la mayoría del paisanaje que, durante unas semanas, participó en los trabajos del rodaje.

Fruto del sueño de una compañía nórdica surge, en una ladera que muere sobre un acantilado a veinte metros de altura, un complejo hotelero y de ocio que quiere parecerse a un pueblo andaluz. Destacando sobre el pardo de la tierra y los farallones basálticos, deslumbra el blanco de las fachadas, las calles con nombres de flor y la decoración veraniega del mediterráneo.

Cada bungalow, con dos pisos independientes. Cada piso, una habitación con terraza que mira al mar. Un mar, profundo y peligroso, que se reparte el horizonte con el cielo. Un jardín continuo, de plantas autóctonas, bordea el acantilado recortándose al crepúsculo y al amanecer, como vigilantes inmóviles de las gaviotas vocingleras cuyos gritos, muy diferentes a los habituales,  pueden confundirse con facilidad con uno de esos estrambóticos politonos que amargan nuestro silencio.

Un ascensor excavado en la roca, te permite descender, cinco pisos más abajo, al nivel del mar aunque lejos todavía de las playas accesibles que están en el pueblo, a poco menos de un kilómetro de distancia. Para compensar, y evitarte la caminata, el hotel dispone de su Beach Club, con enorme piscina de agua salada y un bonito restaurante, ideal para cenar. En el mismo espacio, una curiosidad que se está multiplicando: una cueva excavada en la roca, sobre el Club,  a la que se accede por una estrecha cornisa. En ella, al abrigo de miradas curiosas, una cama enorme, música y velas para una jornada romántica en la que te llega la cena por un sistema de poleas, sin intervención cercana de otros humanos. Sin testigos.

Con menos de cuatrocientos kilómetros cuadrados, una altura máxima que supera los mil cuatrocientos metros y poco más de noventa kilómetros de costa, esta isla, en el centro de las Canarias occidentales, es diferente a casi todo lo demás. Es una diferencia inesperada, en pleno Atlántico.